En la prominente colina de la ciudad amurallada de Eji Nai se alzaba un palacio amarillo, que era majestuoso. Imponían sus cinco torres octogonales —la más alta en el centro, las demás en las esquinas de su planta rectangular—, y también la resplandeciente fachada de piedra, y no menos el gigantesco portón de bronce, con sus intrincados relieves que celebraban victorias sobre los song, si bien lo hacían con más gloria que rigor.
Por las tardes, el joven gobernador Zhao Ma tenía por costumbre solazarse contemplando la ciudad desde las torres, y su mirador favorito apuntaba hacia el norte, ya que le permitía otear la arboleda de avellanos que se extendía a las puertas del desierto, y también admirar la espléndida pagoda de cuatro pisos que su abuelo había ordenado erigir en honor al despierto Buda Gautama, a la que acudía con errática frecuencia para conversar, unas veces con los monjes, otras contra ellos. Aunque de aquellos parlamentos a menudo extraía lecciones valiosas, Ma no mostraba el mínimo celo en aplicarlas, en especial en lo referente a la justa mesura que predicara el sabio. Bien al contrario, el gobernador era un exaltado que practicaba con fruición la indulgencia de la carne y el vino, y cuando estos excesos no le privaban del vigor o del sentido, también mostraba un inmoderado interés por el sexo, que, en su caso, por su falta de pericia y pobre condición física, podría describirse como efímero y abrupto. Tenía Ma la mente oscurecida por sus deseos, y para él no había otra luz posible que saciarlos a degüello, pero tanta luz, más que iluminarlo, solo podía cegarlo, y ciego pasaba buena parte de la vida, o, como él diría, la parte buena de la vida.
Aquella tarde, el ilustre gobernador Zhao Ma había elegido el mirador de la torre norte para, como a él le gustaba llamarlo, transitar su camino medio, y en ese tránsito se recreaba con avidez de espíritu. Allí arriba, en relativa soledad, se tumbaba sobre un mullido diván, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, y respiraba hondo, siguiendo la cadencia que sin compasión le marcaba el dolor de cabeza, hasta que al fin la resaca remitía como la marea, y el cuerpo se mostraba de nuevo receptivo al vino, primero con cierta timidez, pronto con renovada voracidad. Era aquel un instante de epifanía, de reencuentro y reconciliación con el mágico alcohol, también de traviesa bienvenida a un nuevo festejo, y a otro eslabón de la misma cadena, que era larga y, quién sabe, quizás circular.

Cuando el capitán de la guardia Xia Jipeng oyó aquel alboroto, tuvo la corazonada de que eran buenas noticias, y le vino a la mente la imagen del glorioso general Iri Deming y su legión de tigres, que en su imaginación eran miles y parecían millones, pues Jipeng era optimista por naturaleza, y también dado a la épica, sobre todo si era retórica o fantasiosa. Cuando, en vez de recitar o cantar, se trataba de empuñar armas y romper cuerpos, Jipeng cumplía con su deber con más abnegación que entusiasmo, y si había que matar, se mataba, pero no por gusto y nunca sin necesidad. El capitán ejercía su cargo con orgullo porque sentía adoración por Eji Nai, la ciudad en la que había nacido, y su máxima aspiración era que la propia ciudad le profesara la misma admiración, incluso redoblada, si algo así fuera posible. También se esmeraba el capitán, o eso creía él, porque tenía una deuda de gratitud con el gobernador, quien lo había premiado con el puesto por méritos de altísima consideración, a saber, la estrecha amistad que habían fraguado entre efluvios y verborreas, algo que, conociendo al locuaz y ególatra Zhao, era sin duda meritorio. Se concentró en seguir las indicaciones de su mujer, y lo hizo con la máxima diligencia, pues se moría de ganas por comprobar cuanto antes si su corazonada era cierta. Aunque la esposa juzgó aquello como un acto más atropellado que diligente, dio por buena la intención, y su querido Jipeng se vistió como acababa de hacer el amor. En un abrir y cerrar de ojos, salía por la puerta con la túnica desaliñada y la chaqueta mal abrochada.
Enseguida se topó con Jiqiang, su mano derecha, que tenía el rostro más desencajado de lo normal para alguien que fuera a dar buenas noticias. Jipeng sentía predilección por aquel hombretón, que, por aptitud y experiencia, habría sido un formidable capitán de la guardia y, sin embargo, se conformaba con un segundo puesto, y además lo desempeñaba con lealtad y celo encomiables. Esas eran solo algunas de sus virtudes excepcionales, pues en toda la milicia eran excepción los hombres que aceptaban de buen grado el raquítico liderazgo de Jipeng. En efecto, entre sus subordinados no faltaban envidiosos que atribuían su éxito al nepotismo —tan cierto como irrelevante, pensaba él—, pero aquel lugarteniente suyo jamás le había dedicado nada que no fuera un comportamiento intachable, evidentemente fruto del respeto incondicional que se debe profesar a un superior. Y Jipeng se sabía superior. En términos de rango, no había discusión, y en cuanto a valor y arrojo, era cuestión de tiempo que aquellos descreídos lo vieran en acción y lo admiraran, por fin, como el héroe que en el fondo era. De hecho, en su fuero interno albergaba la esperanza de que los mongoles dejaran de acosar las caravanas y se atrevieran a atacar la ciudad. Esa sería su gran oportunidad. Si se hacía realidad lo que tantas veces había soñado despierto, o si se cumplía el interminable poema que había escrito y mantenía en un apocado y acertado secreto, sería él, Xia Jipeng, y no el general Iri, quien deslumbraría a propios y extraños con su ingenio en la estrategia y su valentía en la muralla, siempre el primero en la refriega y el último en la tregua, y sería él, el indómito Xia Jipeng, quien depositaría a los pies del gobernador Zhao Ma la cabeza recién segada y aún chorreante del caudillo enemigo, entre los vítores de las agradecidas mujeres y los enardecidos hombres de Eji Nai, y hasta las propias piedras de las murallas le dedicarían una muda y eterna aclamación.
—¡Una caravana! —anunció un espantado Jiqiang.
¡Lo sabía! ¡Buenas noticias!
—¡Y los mongoles!
—¿Cómo?
—¡Los mongoles están persiguiendo la caravana!
Y en aquel preciso instante, las gloriosas ensoñaciones de Jipeng empezaron a hacerse realidad a una velocidad trepidante, no ya en su vívida imaginación, que también, sino en el mundo real y tangible. Con el atrevimiento que lo caracterizaba en sus estrofas épicas, el valiente capitán de la guardia de Eji Nai ordenó reunir un destacamento de caballería, poblar la muralla sur de arqueros y desplegar doscientos lanceros extramuros. Para sorpresa de sus hombres, en lugar de encaramarse a las almenas para otear la situación desde un lugar privilegiado, Jipeng se subió a un caballo —ni siquiera era el suyo— y arengó a sus soldados para que lo siguieran, y cuando le recordaron que no llevaba arma ni armadura, pidió una espada, y empuñándola en alto retomó sus arengas, que eran incendiarias y surtieron un efecto tan fogoso como inesperado. Una vez más, en un abrir y cerrar de ojos, Jipeng salía por la puerta, esta vez de la ciudad y al frente de una treintena de jinetes que, si hubiesen tenido un poco de tiempo para pensárselo, o un mínimo de sentido común, habrían preferido malinterpretar las órdenes y unirse a los arqueros en las murallas. Pero no lo habían hecho, y ya habían dejado a sus espaldas la ciudad, y delante, aún bastante lejos, divisaron la caravana, o parte de ella, que huía despavorida, disgregada en mil pedacitos como si el hilo invisible que la engarzaba se hubiera deshilachado por culpa de un pánico atroz. Divisaron también a los mongoles, que tampoco parecían tantos, a juzgar por la escasa polvareda que levantaban sus monturas. Estaban demasiado lejos para discernir el vuelo de las flechas, pero no cabía duda de que las estaban disparando con gran puntería, pues no paraban de caer hombres y bestias como si los fulminara un enemigo invisible. Jipeng nunca había galopado tan veloz en toda su vida, y quiso envainar la espada para mantener mejor el equilibrio, pero no tenía dónde hacerlo, así que se le vino la ocurrencia de blandirla al viento, que lo vieran, que lo admiraran desde las murallas, y casi le pareció oír el furor de sus seguidores. Entonces echó la vista atrás, solo un instante, y le alegró ver a Jiqiang, que apretaba los dientes porque lo atenazaba el miedo, y no porque le costara seguir el impetuoso ritmo de su capitán, que de todos modos aflojó lo justo para seguir yendo delante, pero un poco más acompañado.
Al frente, vieron cómo los mongoles engullían ya la retaguardia de la caravana, y con furia la iban remontando mientras mataban a cuantos podían. Ahora que los tenía más cerca, Jipeng confirmó su primera impresión. No eran tantos, quizá incluso menos que los defensores de la caravana, pero estos habían sucumbido al miedo y los estaban masacrando sin oposición. El capitán pensó que solo hacía falta un líder arrojado para cambiar las tornas, y aún le dio tiempo a imaginarse componiendo la estrofa que estaba a punto de protagonizar, esta vez fuera del refugio que era su mente y con su querida ciudad por testigo. Se alzó sobre los estribos, lanzó un discreto alarido —ya lo amplificaría en sus versos— y de nuevo azuzó a su montura, ahora con una urgencia que se contagió entre sus hombres. Desde la muralla, sus compañeros vitorearon la valiente carga de la guardia de Eji Nai, y abajo, en las calles, la muchedumbre también aclamó aquello que estuviera pasando, confiados en que fuera algo halagüeño para su salud.
Del efímero caos que vino después habría tantas versiones como testigos, aunque todas las del lado tangut coincidían en el heroísmo de sus hombres. No en vano, en su desaforada carga habían pillado desprevenidos a algunos mongoles, que murieron ensartados, arrollados y de otras formas igualmente prematuras. En aquellos lances destacó Jipeng, porque encabezaba la alocada acometida, porque decapitó a un pobre hombre que bastante tenía con huir de los mongoles y porque se le escurrió la bota del estribo y se despeñó de su montura con una elegancia cuestionable y una gravedad irrefutable. En su ayuda acudió raudo Jiqiang. Aquella sería la última vez que auxiliase a su capitán, y la primera y última que recibiera tres flechazos en sus anchas espaldas, para alivio y alegría de su legítimo destinatario, el esforzado y dolorido Xia Jipeng.
Tras el embate inicial, el grueso de los enemigos reaccionó a tiempo y dio la espantada, despertando el clamor de la muralla, que se tornó estupor cuando en plena huida los mongoles dispararon sus mortíferas salvas sobre los defensores. Alentados quizá por las bajas que habían causado, los bárbaros frenaron en seco la estampida y volvieron a acosar a sus presas, pero en cuanto vieron que de la ciudad salía un nuevo destacamento de jinetes, se batieron en retirada y ya no pararon hasta desaparecer en la lejanía. Entonces estalló el júbilo entre los tangut, que se apresuraron a ayudar a los heridos y recoger las mercancías desparramadas, mientras los escasos integrantes de la caravana que habían salido indemnes corrían a resguardarse intramuros. Allí los colmaron a todos de loas y bendiciones, lo mismo a mercaderes que a escoltas que a arrieros, unos y otros tan pálidos de la angustia que parecían muertos, y también a la única mujer superviviente, una musulmana que se cubría el cuerpo con una túnica y el rostro con un velo. A aquella, como estaba ilesa, se la llevaron directamente al palacio para que se instalara en el harén. El guardia que la acompañó intuyó sus carnes y pensó que era un triste desperdicio que una mujer tan sensual fuera a marchitarse sin la compañía de un hombre, teniendo en cuenta que el gobernador estaba engatusado y colmado por la diosa Fatemé y, al menos por el momento, no mostraba el mínimo interés en las otras concubinas.

Y aquella fue la primera de muchas veces que Jai le habló de su mundo, y le dijo que era inmenso, tan grande como el propio cielo, con llanuras sin fondo y montañas sin techo, y se le hincharon los carrillos cuando describió a los caballos paciendo en aquellos pastos interminables. Le habló del viento, que a veces se enfadaba, y entonces era terrible, con un aullido que daba miedo y una fuerza capaz de tumbar un yak, y simuló el flequillo, el corpachón lanudo y los cuernos para explicarle cómo era un yak, y le contó lo tozudos que podían ser, a qué sabía su carne y la mantequilla que hacían con su leche, también cuánto abrigaba su piel, y cómo les apestaba el aliento y lo bien que ardían sus excrementos. Le habló también de los espíritus pequeños, y le dijo que dentro del ger no se ha de silbar, porque llamarás a quien no debes y pasará lo que no quieres; le habló de los chamanes, con sus cenizas, sus panderos y sus cantos guturales, y cuando intentó imitarlos tensó tanto el rostro que se le bizquearon los ojos, y a ella se le saltó una risa de niña pequeña que hacía mucho tiempo que no oía. Le dijo que los chamanes se protegían de los malos espíritus con espejos de bronce, y que cuando estaban contentos cantaban las hazañas de los antepasados, y cuando les venía el trance daban mucho miedo, no a él, pero sí a los otros niños. Le contó cómo montaban las tiendas, y cómo las desmontaban cuando se acababa el pasto y tenían que irse a otro lugar, y ella le preguntó que si no tenían casa, y él le dijo que sí, que claro que sí, que tenían la más grande de todas, porque su casa era la estepa, y que si no le creía, ya lo vería con sus propios ojos y lo sentiría en su propio corazón, y entonces sería su hermana de estepa para siempre, y eso a ella le iluminó la cara porque le hizo mucha ilusión. Luego le habló de las bestias, de los lobos, que cazaban ganado, y de las águilas, que cazaban lobos, de los perros, que eran fieros, de los buitres, que vivían en el cielo, de las deliciosas marmotas, que vivían bajo el suelo, de los camellos, que eran feos, y de las moscas, que eran un tormento y a esas no las echaba de menos. Le habló de su caballo favorito, se llamaba Brinco y era un macho joven que tenía el pelaje pardo, la crin rubia y la boca blanca, y no era el más rápido ni el más fuerte ni el más bonito, pero era su preferido porque cuando Jai estaba contento, el potro saltaba de alegría, y cuando estaba triste, le lamía la cara para animarlo. Y ella escuchaba maravillada.

Para la joven Fatemé, cruzar al fin aquellas interminables montañas fue un alivio enorme, y ver el caravasar, aunque fuese desde tan lejos, le alegró el corazón. No era la Samarqanda de las canciones, ni mucho menos la Bagdad de los cuentos, pero cualquier cosa sería mejor que el páramo en el que había crecido y la brutalidad con la que la habían educado. Aquel iba a ser su nuevo hogar, al menos durante un tiempo, hasta que su nombre resonase en la ruta entera y la reclamasen —a ella, una simple esclava— grandes señores de reinos e imperios, y con su poder y adoración la colmasen de lujos que aún no podía ni vislumbrar y, de algún modo, ya deseaba. Sabía que sería así porque confiaba ciegamente en el hechizo de su mirada, la música de su jadeo y la maravilla de sus senos. Sus manos cálidas y su tostada piel de seda, su risa, que se podía lamer, y sus hipnóticas caderas, que de solo imaginarlas daban hambre y sed. Sus labios cincelados y su tenue temblar. La melena rizada de turmalina negra, que no siempre le cubría el cuello. El delicado arte de sus nalgas y la atrevida escultura de su espalda arqueada, de su busto de miel. El alma que ponía en todo lo que hacía, que bailando era agua tibia en cascada y cantando dibujaba el fino arrullo del viento, solo para ti, todo para ti, no como si fueras el único, sino porque eras el único, pues el pasado ya no existía, y el futuro no importaba, y el presente ardía con aquel fuego suyo de dentro, con la magia de su lengua y la manera en que acompasaba la respiración entrecortada al vaivén del cuerpo, y cómo cerraba los ojos, y cuando los abría, cómo los abría, lo hermosa que era entonces, y también antes, y también después, pero sobre todo entonces, lo hermosa que era entonces, con aquellos ojos abiertos a fuego, la o de los labios, el aire cortado, el aire agitado, el aire cantado, el vaivén del cuerpo cuando la ola era marea y la marea iba a más, y ya la tenías encima y ya te envolvía, y solo te quedaba rendirte, y rendirte era vencer, y vencedor te vencías, y feliz, sucumbías, y otra vez las olas, que te nacían dentro de las piernas, trepaban por el vientre y te rompían contra la piel.